2.09.2004

Rest

Life fatigue. Walked in New York this weekend, seeing friends and staring at the Hudson from a 16th floor, its changes with the variations in light. Hawks in flight above the ice chunks in the river, trees on the Jersey shore in golden dusk. First time in Queens and the Bronx. I left Sunday afternoon with Old Dirty Bastard, New Order, and Belle & Sebastian on the car speakers for highway hours:

"I fought in a war
I didn't know where it would end
It stretched before me infinitely
I couldn't really think"

Nothing to write. Our suffering is almost always indecipherable. A fiction we dread.

Reading Ted Hughes' The Hawk in the Rain.

Last week I came across this essay in honor of Juan Sánchez Peláez, in the Spanish version of The Miami Herald:

*

El que arrojaba uvas ardientes
Especial/El Nuevo Herald

LORENZO GARCIA VEGA

¿El que arrojaba uvas ardientes en las duras bahías? ¿Quién supo decirlo? Sólo un poeta, por supuesto, sólo mi amigo Juan Sánchez Peláez lo supo. Pero como a mí me resulta doloroso comenzar diciendo que ya él no está, voy a dar un salto que me lleve hacia un cinematógrafo de mi juventud. ¿Cómo es esto?

Algunos poetas, o literatos, o como quiera llamárseles, que irrumpimos en aquel momento de la churumbela hispanoamericana comprendida entre los años 1940 y 1955, veíamos en los cinematógrafos unos patéticos noticieros donde el locutor, con voz ''de circunstancia'', nos señalaba que lo que estábamos viendo: una explosión atómica sobre unas ciudades japonesas, era todo un nuevo Capítulo de la Historia (así mismo, con mayúscula, o con voz de mayúscula, lo decía el locutor) que iba a cambiarlo todo, o a descomponerlo todo. Así que la angustia existencialista estaba a la orden del día. Una angustia existencial que se nos teñía con los buenos fuegos del surrealismo.

Así mismo fue. Entramos bajo una explosión atómica relatada por un locutor, y nos refugiamos, a como pudimos, bajo los últimos tiros del surrealismo. Así que los que éramos jóvenes en aquellos tiempos --unos jóvenes que nos habíamos propuesto refugiarnos bajo el desbarajuste metafórico de la vanguardia--, y vivíamos en el aislamiento de una isla, nos alimentamos a como pudimos con lo que, del mundo exterior, nos llegaba a través de las librerías de La Habana, Y esto, mientras en la tierra firme, o sea, en el continente, un venezolano a quien no conocíamos, Juan Sánchez Peláez, se desplazaba hacia Chile, a recoger el legado de esa surrealista revista Mandrágora, donde, según un crítico: ``Los mandragoristas se abrieron paso a codazos, rompiendo salvajemente con todo; gritos, improperios, insultos al medio sin preocupación por las buenas formas"; y esto para después, en un viaje en velocípedo, según confesó Juan en uno de sus poemas, terminar él en ese París donde conoció a Peret, y donde se asimiló cosas tales como la ``noche profunda y larga de mi edad", señalada por Eluard.

Era una angustia, entonces, que nos llegaba con una explosión atómica que, convertida en sombras fílmicas, se asentaba en el cinematógrafo de barrio habanero donde íbamos. O era un surrealismo con noche de pasmosos arlequines, o con un grito que avisaba: ¡Apollinaire al agua!, pero donde lo único que había era el aislamiento. Un aislamiento donde el automatismo surrealista en que intentábamos zambullirnos acababa convertido en un gesto vacío, en un gesto que sólo lo rodeaba la soledad de una isla donde lo surrealista era visto de reojo por una mirada que, aunque en su mejor expresión, gongorina, alcanzó la calidad de lo Bello con mayúscula, o sea, de lo Bello con un Dios romano, no podía dejar de ser, por su lamentable vinculación con lo ritualista, la manifestación de lo como ensotanado y catedralicio.

Y, ¡qué lástima!, salidos de aquellos cinematógrafos donde estallaba la bomba atómica, los jóvenes, que vivíamos rodeados de agua por todas partes, no pudimos vincularnos, del todo, con las grandes sombras surrealistas, hispanoamericanas, que rondaban por la tierra firme: César Moro, Molina, o Emilio Adolfo Westphalen, o...

En fin, que tuvieron que pasar muchas cosas y, entre ellas, el salir como en estampida de la isla, para poder, después de algunos años, y después de la contracultura, y ya en Nueva York, podernos encontrar con el surrealista, amigo y coetáneo, Juan Sánchez Peláez, conque nos debíamos de habernos encontrado antes, mucho antes. Pero, en fin... Estábamos destinados a encontrarnos, y las Leyes de la Necesidad Cósmica (unas Leyes que pudieron haber sido dictadas por ese Gurdief que estuba leyendo Juan la última vez que lo vi) condujo al poeta Octavio Armand a ponerme en contacto con Juan (y con su compañera Malena, por supuesto), en una noche neoyorquina de la década del 70.

¿Y quién era Juan, poeta venezolano nacido en 1922, en Altagracia de Orituco, estado Guárico, y que murió en Caracas, en noviembre del año pasado? ¿Quién era ese Juan que, con camisa de cuello de tortuga y ojos picassistas, conocí en una noche de Nueva York? Pues bien, mirando por una ventana de este mes de enero, por una ventana que, no se sabe cómo, me pone en contacto directo con el oro viejo --¿alquímico?--, de una luz, esto así, sin más ni más, me enfrenta con el peso de la ausencia de éste, mi amigo el poeta Juan, quien tan bien definirse supo de esta forma: ``Y sé de mis límites/ poseo morada, mi morada es/ la ironía,/ a lechuza viva, no/ embalsamada/ la lechuza que está en el pozo de la/ luna/ a la una muy sola de la/ madrugada''.

O recuerdo una vez, cuando salido de un cuarto que estaba en el alucinante patio de su casa en la Altamira de Caracas, Juan llegó a la terraza donde yo estaba para decirme de sopetón, pero sin estridencia: ''Suenan como animales de oro las palabras'' Y entonces --puedo asegurar que fue así--, me alucinó oír a Juan decir eso, ya que, de una manera que no sabría explicar ahora, yo entendí que lo que estaba diciendo el amigo poeta no era un verso suyo, sino aquello, animales de oro, que él, asomado al fulgor, como si fuera un niño, parecía saber pesar con sus manos.

O Juan, ¿cómo sabría decirlo?, con su sordera, en los lentísimos, lentísimos paseos que hacía, y en los que él, como una figura del Zen a quien le acabaran de haber quitado el bastón que en realidad nunca había tenido. Lentísimos paseos, repito, y sobre todo recuerdo uno, paradigmático, que nos dimos por el Paseo de los Chorros en Caracas, y en donde a mí se me ocurrió decirle a Juan que, en cualquier momento, de brazos con la Emperatriz Carlota, bien se nos podría aparecer ese Ramos Sucre, poeta venezolano tan cercano a nosotros. Se me ocurrió decirle, y el amigo Juan, poeta sin bastón, avanzó unos pasos, como el solía hacer en sus paseos; y retrocedió un paso, como él enseguida volvía a hacer; y me agarró del brazo, como a continuación siempre el solía hacer; y esto para, como siempre, finalizar abriendo los ojos, o tapándose la boca, tal como un genial personaje de película silente que supiera decirlo todo sin tener que utilizar ningún sonido. Pues Juan, a su manera, junto a lo colorinesco de su palabra, fue un personaje de película silente. Aunque eso sí, un personaje silente, que en ciertos momentos, supo cantarnos Júrame, aquella canción, compuesta por María Greber en 1926, y que él tanto quiso (``Estoy seguro --me dijo una vez-- que de haber sido conocida por los viejos surrealistas, hubiera sido una de sus canciones favoritas'').

O Juan, al final, que como nadie supo evocar a ese César Moro, figura con el cual puede identificarse el surrealismo hispanoamericano, y esto con palabras que, también, sirven para despedirlo a él en esta breve reseña:

"César Moro, hermoso y humillado

tocando un arpa en las afueras de Lima

me dijo: entra a mi casa, poeta

pide siempre aire, cielo claro

porque hay que morir algún día, está entendido

hay que nacer, y estás ya muerto

el suelo se quedará aquí, siempre, ancho y mudo

pero morir de la misma familia es haber nacido."

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