5.12.2004

La llave china

Juan Villoro

El Nacional
Domingo 09 de Mayo de 2004


Ednodio Quintero nació en Trujillo, un pueblo de la alta montaña venezolana, en una casa inclinada sobre un precipicio por el que corría un río tormentoso. La niebla fue su primera sensación del aire, y el vértigo, su estado natural. Cuando se trasladó a Mérida para estudiar ingeniería forestal, ya había transformado ese paisaje extremo en una moral que determinaría su prosa.

Como los protagonistas de Viaje al centro de la Tierra, Quintero había tomado “lecciones de abismo”. Mérida le reveló una forma más asentada de vivir en los Andes. Ahí encontró estímulos para proseguir su cacería de libros (con claro énfasis en los radicales de la imaginación, de Poe a Beckett) y ahí descubrió que la auténtica universidad estaba en los cafés. Demasiado discreto para dominar tertulias, fue confesor de turno y testigo de cargo de poetas de un día y eruditos de sabidurías dispersas que lo dotaron de una poderosa cultura oral.

No es casualidad que Mariana y los comanches tenga como sitio privilegiado de reunión un café, campamento de los pielrojas de la inteligencia que rinde tributo al tercer hábitat del autor (después del bosque y el páramo en la montaña, donde crece el tonificante y a veces alucinógeno díctamo real y el frailejón, dios amarillo).

En la inventiva Mérida, las bailarinas árabes y los mariachis mexicanos suelen ser de Colombia. Un enclave de estudiantes y gente que se asigna destinos múltiples con más facilidad que en otros sitios, como si la cordillera fomentara destinos siempre provisionales, sedentarios que son nómadas. Ednodio Quintero conoce cada planta y cada declive de ese territorio, del mismo modo en que se siente en casa en las más diversas literaturas. Su mente toca orillas inusuales a contrapelo de la norma.

Empecé a ser testigo de su manera de vivir y escribir (en su caso categorías equivalentes) a principios de los años noventa, cuando conspiraba para reunir escritores en Mérida. Su trabajo ocurría entre motines estudiantiles, gases lacrimógenos de la policía, el cierre del aeropuerto por reparaciones, los excesos nocturnos de algunos colegas en la alberca del hotel, en los que resultaba difícil distinguir un intento de suicidio de la práctica de un deporte muy extremo. Y sin embargo, en ese caos todo salía tan bien como la trucha a la Humboldt de la cena. Ednodio destacaba como el experto organizador que reunía a autores de primera fila, aún desconocidos en el grueso de América Latina: César Aira, Juan Sánchez Peláez, Enrique Vila-Matas, Sergio Pitol, José Balza, Alejandro Rossi. A esta evidente capacidad pragmática, se unía un rasgo misterioso.

El anfitrión iba de un escritor a otro para decir algo enigmático con una pronunciación no siempre descifrable, una adivinanza sacada de las sagas celtas o los primeros pobladores de los Andes, un aforismo de lumbre, un koan zen. Al tercer día, las palabras que soltaba de repente representaban un sistema, el mecanismo que nos definía. Los ojos enrojecidos del anfitrión sugerían noches en vela. Sabíamos que en ocasiones se aislaba en una cabaña de la que salía aún más delgado de tanto pensar. Un explorador curtido por viajes interiores.

Después de leer La danza del jaguar, escuchar su ponencia en torno a su ars poetica y oír sus conversaciones fragmentarias, me quedó claro que estaba ante un representante desplazado de la literatura japonesa. En sus textos el silencio y la acción interrumpida adquieren rara elocuencia; la naturaleza aparece como designio interno de los personajes –una expansión telúrica o vegetal de su destino– y el erotismo obedece a una tensa y variada geometría. Kawabata, Oé, Tanizaki, Akutagawa, Abe son su tribu de elección. Sin embargo, su obra repudia el exotismo. Ajeno al pastiche y la imitación, el novelista venezolano aclimató su extremo oriente con el familiar sentido de la adivinación de quien lee las líneas de una mano. Ya antes se había servido del procedimiento para que Borges, Kafka y Schwob se aclimataran en sus regiones.

Tal vez por estar atento a un vasto campo de intereses, Quintero lee el periódico con intensidad centrífuga y encuentra noticias que sólo parecen imprimirse en su ejemplar. La ciencia, los chismes sociales, el deporte, los viajes, los obituarios, el copioso inventario de lo real, se somete ante sus ojos a una lógica de enrarecida precisión. El método experimental de Quintero: la realidad resulta insólita, no por sus fantásticos portentos, sino por la manera en que es razonada. Su argumentación depende de un rigor severo, pero tiene algo desfasado, a veces perverso, definitivamente alterno. Las piezas se ensamblan conforme a un plan provocador o aun demencial. Pocos narradores han explorado en forma tan aguda las posibilidades de la inteligencia como síntoma de la enfermedad.

A fines de los años noventa, Quintero se mudó a Ciudad de México para ocupar la cátedra Simón Bolívar en la UNAM. Sus primeros días fueron dramáticos. Después de cobrar su mensualidad, fue interceptado en el oscuro vestíbulo de su edificio. Apenas alcanzó a distinguir una mano que le presionaba el cuello. Luego cayó inconsciente. En los días de zozobra que siguieron al asalto, supo que había sido víctima de una técnica conocida como la “llave china”. El novelista empezó a incluir la frase en sus conversaciones, como si buscara otro uso para ese arte marcial.

De vez en cuando, Ednodio llegaba al ruidoso despacho donde yo trabajaba en La Jornada Semanal. Nuestro envejecido edificio se inclinaba sobre Artículo 123, con tal énfasis que rebautizamos la calle como Artículo Mortis y recibimos orden de evacuación. Sin embargo, al igual que otras muchas cosas precarias de México, seguíamos ahí. Tal vez la oficina le traía a Ednodio recuerdos de su primera casa, donde aprendió a cortejar abismos. El caso es que le gustaba asistir a nuestras tertulias de colaboradores. Acorazado por el recato o el flujo de sus ideas, oía a los demás sin decir palabra. Si acaso, soltaba una versión en clave Ionesco del consabido chiste sobre un ruso, un alemán y un latinoamericano. Horas después, hablaba por teléfono a mi casa y conversaba sin freno; la timidez social era su preparación para una sorpresiva elocuencia posterior.

Sus historias participan de esa estrategia; están hechas de rodeos, planteamientos que vuelven sobre sí mismos hasta llegar al sitio donde sobreviene la revelación. La técnica no es muy distinta de la “llave china” de la que fue víctima: una paciente espera en el umbral, una fulminante presión.

Mariana y los comanches ha sido escrita en la plenitud del oficio. El infinito tema del triángulo amoroso encuentra aquí aristas novedosas. Un escritor codicia a una amada doblemente esquiva: como objeto del deseo y personaje narrativo. El protagonista revisa un manuscrito olvidado, tributario de una poética con la que ya no comulga, acaso más genuina que la que lo ha llevado al éxito. El texto convoca a una mujer real y a una mujer narrativa. ¿Es posible recuperar a una sin sacrificar a la otra? La disyuntiva entre vida y creación determina Mariana y los comanches. ¿La mujer que regresa lo hace en nombre del destino o de la ficción? De manera sugerente, la moneda adivinatoria de Quintero a veces cae en la cara de la realidad, a veces en la de la imaginación.

Mariana y los comanches indaga las posibilidades que el deseo tiene de convertirse en crimen para salvarse de sí mismo. “El infierno es la repetición”, escribe el novelista, y avanza para derrotar esa consigna. Lentamente, como en la Lolita de Nabokov, comprendemos la peculiar lección del libro: varios de sus secretos nos habían sido revelados sin que advirtiéramos su fuerza magnética; el presente sólo se descifra al ser pensado hacia atrás. Como los personajes, disponíamos de las soluciones mientras eran vividas (o leídas) ; comprenderlas tarde es, fatalmente, una repetición. Entender ese infierno significa asumirlo, seguir al autor en busca de una salida, el arriesgado rito de paso en que desemboca la trama, sacrificar el arte para que la vida prosiga, modificada, como un río que busca nuevo curso.

Tal es el pacto fáustico que propone Mariana y los comanches. Desde su alta ventana, Ednodio Quintero inventa abismos y remedios para el vértigo.

{ Juan Villoro, El Nacional, 9 Mayo 2004 }

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