5.01.2009

Recuerdos y lluvias

Ludovico Silva
(Caracas, 1937-1988)


Una noche, en San Germán de los Prados*
hace ya tanto tiempo, París, hace ya tanto
que se me ha extraviado de la memoria
y se me ha convertido en un trozo de cuarzo,
una noche en que las calles de París
estaban llenas de cadáveres de poetas
que se pudrían en los respiraderos,
yo salí temblando de mi refugio de la calle Cuyas
y me fui a encontrar la muerte.
Arrastrándome, llegué como un viejo mármol
al café de San Germán de los Prados
donde se acumulaban los esqueletos
y los cuerpos moribundos de burgueses y revolucionarios.
El estallido de la bomba había sido atroz, molecular,
y tan solo quedaban con vida
las botellas de vino y un viejo camarero
que tristemente me sirvió una botella.
Yo no podía más.
De las galaxias me llegaban extraños mensajes,
de alguna región donde los seres son de puro gas
me llegaban mensajes aterradores, como este:
“¡Todo, todo es al fondo fatal, hasta el azar!”
Entonces, acompañado de mi botella
en cuyo fondo cantaba Baudelaire
tomé mi cuaderno y escribí
“Mi gran tormento es: ¡Yo quiero vivir eternamente!”

Yo pensé que en aquella noche de mis veinte años
iba a morir de pura vida o de presentimientos.
Estaba enamorado de una mujer de ojos azules,
una pequeña francesita de Melun;
había sido feliz con ella hasta que me enamoré.
Entonces, a partir de ese momento,
me trató mal, me zahirió y me abandonó como a un perro.
Fue mucho lo que lloré en Monsieur Le Prince,
fue mucho lo que caminé como un loco
sin querer irme a mi refugio. No tenía dinero,
y sin embargo tuve que darle unos francos
a un alucinado de Argelia que me lo pidió
pistola en mano.
De repente empezó a llover mierda de los cielos
y me acordé de los aguaceros de mi lejano país
donde todos los años renace el diluvio universal
y donde hay que construir el arca de Noé
cada año. Mis metáforas de poesía
no dicen absolutamente nada
frente a esos ríos verticales,
esas tormentas de lágrimas
que caen desde arriba
y luego ruedan por los ojos de los miserables,
los que no tienen casa, ni nada, sino muertos.
Así estaba yo en esa noche lluviosa de San Germán
calléndome por las calles de París,
¡París!... , ciudad o moneda caída de lo alto
como un pedazo de oro
manchado de porquerías divinas.
Nunca te conocí, ciudad, y nunca te conoceré,
porque fuiste conmigo
demasiado cruel, como una hembra con látigo y dientes.
Allí amé, sufrí, morí, escribí tonterías trascendentales,
pero ya no hay más que la pura memoria fragmentada
el recuerdo del recuerdo.
Nunca más te volveré a ver,
pero aún me siguen haciendo daño
y sobre todo esos ojos azules, asesinos.

Ahora, después de tantos años
de haber huído de San Germán y del Boul Mich,**
me encuentro en mi ciudad de aguaceros rojos
en una ciudad también llena de cadáveres,
pero no de poetas,
porque aquí los poetas se protegen muy bien,
sino de descamisados, de miserables, de desocupados.
Para ellos este poema hematopoético,
hecho de sangre e hígado;
para ellos, por quienes nunca he luchado de verdad
a pesar de escribir muchos libros violentos
que deberían ser quemados
para producir aunque sea una señal de humo
que diga: “¡Yo quiero vivir eternamente!”

En aquella época tenebrosa de San Germán de los Prados
un sabio amigo me dijo: “Si solo escribes sobre la sombra,
no te quedará más recuerdo que la sombra.”
Tenía razón. Es mi único recurso.
No reconozco otra metáfora que la muerte.
Ella es como un prisma
que me ilumina todos los lados de la vida.
Morirse es lo de menos,
lo importante es aprender a morirse.
Yo me iré muriendo como un caracol,
caminando hasta el final, sin prisa y sin pausa,
y sólo le pido a la hermana Muerte
que me deje llegar con mis prosas funestas
hasta el término que me tienen fijado allá arriba.
Lo demás es puro sonido y color.
Veo montes que se derrumban,
veo poetas gritando bajo el lodo de las vertientes,
veo volcanes que vomitan la ironía de Dios,
veo el tiempo que viene como un toro de hierro,
veo a Mozart y a Glück cantando en mis praderas,
me veo en fin como un espectro,
como una señal para todos los que me circundan,
un cuerpo de marfil con algo de oro en los ojos enfermos,
unos poemas rotos, algunos versos buenos,
alguna joya que sonríe en la oscuridad.
Tristis est anima mea usque ad mortem.***




N. del A.

* San Germán de los Prados: castellanización de Saint Germain des Prés, un lugar de París.

** Boulevard Saint Michel abreviado.

*** Triste hasta la muerte está el alma mía.




(Papel Literario, El Nacional, 8 junio 1986)

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