Adriano González León
El Nacional
14 de agosto de 2004
Aprendimos en el Libro Mantilla el primer sentido de la justicia y la defensa del afligido. Nosotros, los de izquierda, en un cuento llamado “Ramoncito el de las Escobas”, aprendimos cuál era el inicial combate contra la desigualdad y el ventajismo canalla. A Ramoncito no lo dejaron jugar porque no tenía pistolas relucientes y solamente enseñaba una escoba en su hombro. Cuando los muchachos se vieron amenazados por un perro furioso, todos corrieron y gritaron, pero fue Ramoncito con su escoba humilde quien espantó el peligro. El perro no se atrevió a entrar, corrió hacia el final del terreno y Ramoncito se regresó a su casa sin rencor, contento de haber ayudado con su acción.
Siempre me impresionó ese relato atribuido a José Martí porque el maestro Mantilla estaba enfermo y no podía atender a sus compromisos editoriales. Quedaron esas marcas. Después vinieron otras. Una noche por allí en los alrededores del sexto grado vi una sala cubierta de bancos de maderas y luces muy encendidas. Las paredes estaban decoradas por retratos de viejos, y en algunos se leía Marx, Engels, Lenin y Stalin en Gorki, cerca de Moscú. Un poco más allá había en la pared un afiche que mostraba a un jovencito tremoleando una bandera con una estrella altiva. Debajo decía: “no importa que esta caiga, siempre habrá miles de manos dispuestas a levantarla.”
Yo estaba absorto y sentí un ruido detrás de mí. Era un caballero llamado Pérez Pereda, que me miraba complacido, y yo le pregunté:
- ¿Quién es este?
- Ese es Julio Antonio Mella, jefe de la resistencia contra el dictador Machado en Cuba.
- ¿Y cómo se llama este lugar?
- Se llama Unión Popular Venezolana.
- Yo quiero ser de aquí - dije firmemente.
Pasaron unos años y vinieron los tiempos duros y terribles de la dictadura perejimenista. Con Manuel Isidro Molina, que olía a tinta de imprenta, aprendí a montar los textos de nuestro semanario Crisol sobre el componedor, porque no podíamos perder tiempo en el linotipo, y la Seguridad Nacional podía caernos en cualquier momento.
Mientras tanto, en el liceo Rafael Rangel leíamos y discutíamos. Sobre todo La Madre, de Gorki, porque era difícil leer El Capital. Menos mal que un día cualquiera encontramos ese arrebato poético que decía: “Un fantasma recorre el mundo...” Leíamos a San Juan de la Cruz porque no sabíamos las distancias entre nuestros deseos revolucionarios y la pasión de Dios.
Poco a poco hicimos un menjurje intelectual, y Alfonso ponía los recursos musicales, Marco empujaba hacia la pintura, Oswaldo realizaba los balances intelectuales, y Contramaestre era la locura total. Difícil para nosotros atender a la voracidad de Maiakovsky y penetrar en el interior de Rilke. Difícil para nosotros entender que Stravisnky había cambiado la primavera del mundo y, sin embargo, el arte oficial soviético no lo toleraba, como no toleraba los cambios propuestos por Malevich y Mondrian. Y los jefes oficiales querían imponernos como pintura a unas tractoristas robustas y grotescas en un campo de trigo.
Cuando llegamos a Caracas para hacer nuestro liceo y nuestra universidad tuvimos los primeros enfrentamientos contra los que nos decían: “¡Camaradita! Usted está un poco desviado. Préstele atención al Realismo Socialista”. Y ¡¿Cómo le íbamos a prestar atención a aquellos horrores que le ponían freno a lo imaginario y a la vez servían de sistema a una política de terror que nada tenía que ver con el humanismo socialista?!
Pero uno debía callar. Porque había que salvar a toda costa la unidad. Una vez un camaradita llamado Guía me dio un golpe porque yo estaba leyendo El Castillo de Kafka. Yo aguanté aquello, pero me sirvió de lección para entender el terrible paso del stalinismo.
No era distinto a lo de Mussolini, Franco y Hitler. Con mis amigos me puse a leer secretamente en la Plaza República y en la capilla del Colegio El Pilar los milagros que ofrecían poetas combatientes como Desnoes, Eluard, Aimé Césaire, Lorca y Vallejo.
Nosotros, los de izquierda, aprendimos que el corazón estaba justamente de este lado. Empezó nuestro espíritu crítico. La izquierda del mundo era importante, pero no forzosamente sujeta al dogmatismo. Leer, disentir e imaginar, era un ejercicio libre del espíritu. Por lo tanto no estábamos obligados a acatar siempre “la línea que viene de arriba.” ¿Cuál era la línea? Bueno... la del comité de base, la del comité regional, la del comité central, la línea de todos lo comités que existiesen en Chile, París o la Unión Soviética. Estas disidencias eran importantes, pero no se podía exagerar.
Lo que quizá era posible a nivel universitario – y hasta cierto punto – no podía ser posible frente a nuestros camaradas pacientes y respetables en el Estado Trujillo, como Manuel Andara, Gabino, Manuel Isidro, los hermanos Lomelli, el joyero Malpica, Mario Briceño Perozo y el barbero Lara, a quién le llevábamos hábilmente los paquetes de Tribuna Popular.
No podíamos tampoco meter en complicaciones a los nuevos que eran una bonita promesa de combate y resistencia. Lo importante era enfrentar la dictadura y construir las bases de una solidez moral. Por ello, nuestros delirios intelectuales tenían que callar. O al menos ser prudentes como siempre fuimos. Pero se estaba abriendo una complicidad que caía a la capital desde los puntos lejanos del país. El esfuerzo intelectual nos reunió en el Liceo Fermín Toro y en los pasillos de la vieja Universidad. Cesar Supini, Lira Sosa y los Centeno Llovera, que venían de Monagas... Guillermo Sucre, Manuel Alfredo Rodríguez, Jesús Sanoja Hernández y Velia Bosch, que venían de Guayana. A Elisa Lerner y Rodolfo Izaguirre, los únicos caraqueños del entorno. A Rafael Cadenas, Salvador Garmendia y Manuel Caballero, salidos del Estado Lara. También, desde la plástica (y lo digo con tristeza), Manuel Quintana Castillo y Mateo Manaure. Agrego en esa dosis de lamento a Luis Alberto Crespo y a Ramón Palomares. Hay muchos que se me escapan. Pero tampoco puedo hacer una lectura incalculable y, además, ciertos olvidos se justifican en la rigidez de los recuerdos. En los últimos tiempos Abel Ibarra, David Alizo y Hugo Baptista se entremezclaban en unas peripecias del sueño y la alegría.
¿Por qué nuestra disidencia?... Porque habíamos leído las quejas que Rosa Luxemburgo le hacía en sus cartas a Lenin, que empezaba a frenar las aspiraciones campesinas. En mi traducción del alemán a un venezolanísmo es más o menos esta: “¡Vladimir Ilich! Estás pelando bola!” Otra vez, como siempre, pasó el tiempo. Y llegaron los héroes de la Sierra Maestra. Cuba se convirtió para nosotros en el gran mito. Allí fuimos. Allí servimos. Allí dejamos nuestra auténtica solidaridad.
Nunca hubiéramos pensado que semejante paraíso, en una plaza de un millón de hombres se retiraran, con gracia y altivez, bailando con ritmos caribes esa canción que dice: “Agrupémonos todos, en la lucha final...” Visité en el oriente de la isla un sitio montañoso llamado Tope de Collantes, donde había una escuela para maestros rurales, y se nos dijo que había sido el campamento del Che Guevara. Estaba a poca distancia del Pico Turquino, la mayor altura de la Cuba. Los muchachos nos recibieron alborozados y cantamos todos los himnos y canciones que se podían cantar. Desde los valientes de la República española que tronaban contra el avance franquista: “Si me quieres escribir, ya sabes mi paradero...” Los mismos enlaces con los combatientes italianos que decían ¡Bela Chau! ¡Bela Chau Chau Chau!... para enfrentar al fascismo.
Después corrieron muchas horas. Nos metimos en una lucha intemperante, pero con sentido distinto. Andrés Barazarte tiene de todo. Vacila. Es agudamente analítico. Pero en recuerdo de sus antepasados regionales y por respeto a sus amigos recientes, en los años 60, se levanta y va al sacrificio final.
Se me escapan muchos detalles que no podría incluir aquí. Sin embargo recuerdo que en un hotel de Barcelona, España, cuando nos enteramos de la represión contra Heberto Padilla, en La Habana, un grupo en el que estábamos Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Octavio Paz, los Goytisolo y Plinio Apuleyo Mendoza, redactó un documento contra el atropello a la inteligencia y la sensibilidad. Ese documento fue publicado en todo el mundo y marcó la diferencia radical entre nosotros, los de izquierda, y la supuesta revolución. Enfrentar el totalitarismo nazi-fascista, el personalismo despiadado de los dictadores de América Latina fue de pronto una tarea digna, como es necesario enfrentar hoy el racismo irracional entre hebreos y palestinos, y las bestialidades siempre potentes del imperialismo norteamericano.
Nosotros los de izquierda ¿Qué tenemos hoy en las manos? No estamos vacíos. Tenemos el coraje de luchadores como Teodoro y Pompeyo. No estamos solos, porque nos acompaña un sentimiento de reflexión y análisis, al lado, por supuesto, de toda la poesía y la fineza de lo imaginario. Así andábamos desde los primeros tiempos.
Así andamos hoy, con muchas experiencias, y seguramente nos reuniremos esta noche para hablar de las respuestas o preguntas de Hegel y de Marx, de los recuerdos de los verdaderos héroes, de la denodada lucha que nos dejaron las generaciones que combatieron contra Cipriano, Gómez y Perez Jiménez. A esos dictadores los derrotó una voluntariosa unidad. Es la consigna. Lo necesario. Lo que nos obliga.
Nosotros, los de izquierda, creo que tenemos un sentido humanístico. Lo buscamos en los caminos por donde vino la copla errante según Gallegos. Lo buscamos con Temor y Temblor, cuando Oswaldo Barreto y yo leíamos a Kierkegaard y a Marx en la capilla de un colegio. Es quizá una emoción que me ilumina hacia lo que podemos hacer este domingo.
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